Manuel Hernández Córdoba
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Hoy en día los científicos son conscientes de que las medidas de autoprotección en su trabajo son necesarias, pero no siempre ha sido así. A veces en tiempos pasados se dejaban llevar por su ansia de conocer, comportándose imprudentemente al descuidar normas elementales ensayando en su propio cuerpo el efecto de los nuevos productos químicos. Durante décadas incluso se indicaba el sabor de los productos que se obtenían, de igual forma que se dejaba constancia de su color, solubilidad o punto de fusión. Mas de uno pagó con la vida su interés por la Ciencia, como le ocurrió al químico sueco Karl Scheele quien solía practicar este arriesgado ensayo probando los compuestos que sintetizaba y que apareció muerto en su laboratorio en 1786. Por el contrario, en ocasiones el descuido o la inconsciencia facilitaron interesantes hallazgos que se habrían retrasado si se hubiese seguido una lógica precaución, como sucedió en el caso de varios edulcorantes artificiales.
En 1879, Constantine Fahlberg era un estudiante avanzado de química en una Universidad estadounidense. Tras una larga sesión de trabajo, se puso a cenar y notó un sabor dulce muy intenso en el pan. No se había lavado bien las manos por lo que pensó que ese intenso sabor se debía a algún producto químico que había manipulado. Volvió al laboratorio y probó el sabor de todos los reactivos y productos que habían pasado por sus manos hasta que encontró al responsable. Hoy lo llamamos sacarina, término derivado del latín y del griego con el significado de azúcar. Fahlberg llegó a ingerir diez gramos del producto, esperando un día entero para asegurarse de que no tenía síntomas de intoxicación. Tuvo suerte.
Una situación similar se presentó cuando en 1939 otro investigador hizo lo que no debía: fumar durante el trabajo en el laboratorio. Al llevar el cigarro a la boca apreció un intenso sabor dulce y pudo identificar el producto. Hoy lo llamamos ciclamato. Otros edulcorantes artificiales se encontraron por similares extraños caminos.
Es evidente que estas imprudencias o descuidos no ocurren en la actualidad. Las metodologías de ensayo y las normas de seguridad, o simplemente de higiene, se siguen en los laboratorios con todo rigor. Existen otras vías, aparte de arriesgar la propia salud, para ensayar las propiedades organolépticas o la toxicidad de los nuevos compuestos de síntesis. La inconsciencia o el afán de saber han protagonizado imprudencias extremas, pero hemos progresado al respecto.