Columnas
La tradición oral agasuvi, del África occidental, sostiene que no cabe correr detrás de la felicidad, pues ésta se suele situar a nuestra espalda. Y es que, cruzando el dédalo de nuestras vidas de hormiguitas hacendosas, olvidamos con frecuencia el poder salvífico de lo razonable. Hace poco tiempo mi hija, que se encuentra terminando sus estudios de Grado en la Universidad de Adelaida (Australia), me comentaba que, después de medio año de lejanía de su familia y amistades, había invadido su consciencia una suerte de pesadumbre nostálgica. Ahí estaba Lara, instalada en el imperativo kantiano del abrazo imposible, o en la necesidad eventual de una conversación auténtica en el contexto físico de aquello que invariablemente contiene su memoria de 22 años. La crisis española tiene como rasgo distintivo haber escupido a las filas del desempleo y la emigración a los jóvenes más competentes, legado de la generación política más incompetente y perversa de nuestra historia reciente. Nuestra crisis reproduce un panorama desolador que introduce inestabilidad en las familias y una notoria falta de equilibrio entre la vida profesional y la vida privada. En el paraíso de las grandes redes cooperativas, en la era de la transparencia global y de la conectividad, sigue siendo fundamental un tejido de relaciones emocionales sólidas. Las emociones y el cerebro inmune son casi la misma cosa y, como animales sociales, no debería sonar a tópico que el aislamiento mata. Podemos permitir el exilio de nuestros hijos, pero no podremos exiliarnos de nuestra historia primate, así que más vale reconocer que necesitamos amor y seguridad para nosotros y nuestro pequeño clan afectivo, una cuadrilla con quien contar cuando las cosas vengan torcidas, una comunidad regenerativa estable para comer, dormir, hacer el amor, conversar, reír y llorar. Porque la retórica de la globalización, con su narcosis de conformismo, nos ha puesto duro el acceso a nuestra sabiduría interior y al final olvidamos el valor intrínseco de las personas, tal vez afectados por eso que Fromm denominó orientación mercantil de la personalidad. Pues aún en reductos de insubordinación, urge un retorno a los modos profesionales que posibiliten armonizar el cuerpo, las emociones, el intelecto y el espíritu. Somos personas reales repletas de seres imaginarios, como afirmaba Graham Greene. Pero no podemos vivir en un escenario de añoranza cotidiana. Flauvert lo puso con arte: “los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse: al contrario, la hacen más profunda”.