Columnas
El pasado día 10 de abril se cumplió el centenario del nacimiento de Robert Burns Woodward, uno de los químicos orgánicos más brillantes y creativos del siglo XX, cuyo legado constituye un ejemplo absolutamente emblemático para entender la evolución de la Química Orgánica, el poder de la síntesis orgánica y su influencia en las generaciones de químicos que, desde mediados del siglo pasado, han contribuido a promover un rápido avance no sólo de la Síntesis Orgánica sino, también, de la Biología y Medicina, con el notable beneficio para la sociedad que ello comporta.
Nació en Boston (1917) y con tan solo 16 años se matriculó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Cuatro años más tarde, (1937), consiguió el doctorado en Química y ese mismo año se incorporó a la Universidad de Harvard, donde se mantuvo durante 42 años, hasta su muerte.
Woodward marcó la transición hacia una nueva época, tanto desde el punto de vista de la elucidación estructural como de la síntesis orgánica, lo cual fue posible gracias a los avances tecnológicos desarrollados en instrumentación en las décadas de los años 40 y 50: espectroscopías ultravioleta, infrarroja, resonancia magnética nuclear y técnicas cromatográficas.
Según las métricas modernas, su número total de publicaciones (196) podría parecer modesto, aunque todas supusieron un gran impacto para el desarrollo de la Química Orgánica.
Sus primeras aportaciones las realizó en el campo de la espectroscopía ultravioleta, estableciendo unas reglas que permiten predecir empíricamente a qué longitud de onda absorberá un compuesto en el espectro de ultravioleta.
Por otra parte, y en colaboración con Roald Hoffmann, enunció las conocidas como “reglas de Woodward y Hoffmann” (1964-69) sobre la simetría orbital y, en colaboración con Geoffrey Wilkinson, sugirió la correcta estructura del ferroceno (1952).
Sin embargo, fue “por sus destacados logros en el arte de la síntesis orgánica” por lo que le concedieron el Premio Nobel de Química, en 1965, destacando la consecución de la síntesis total de productos tales como quinina, cortisona, colesterol, reserpina, ácido lisérgico, clorofila a y vitamina B12, siendo esta última la molécula más compleja sintetizada en el laboratorio en el momento de su síntesis, hazaña realizada en colaboración con Albert Eschenmoser, y que demandó el esfuerzo de más de 100 químicos a lo largo de 11 años.
Cuando murió, en 1979, su grupo estaba trabajando en la síntesis total del antibiótico eritromicina, síntesis completada por sus colaboradores después de su muerte.