Artículos Académicos
Quizás bastantes internautas ignoren que Internet fue un invento diseñado por y para los científicos. Las páginas web tenían por objeto poner resultados experimentales, debidamente organizados, al alcance, simultáneamente, de un amplio grupo de investigadores, y el correo electrónico tenía por objeto la comunicación breve y rápida entre ellos. Puedo considerarme uno de los mas antiguos usuarios de estas tecnologías, desde hace unos quince años, cuando en sus inicios era casi exclusivo de quienes hacíamos usos científicos de los ordenadores, básicamente para “machacar números”. Todavía, en 1998, cuando se estrenó la comedia hollywoodiense cuyo título he usado como título de esta columna, lo del e-mail era cosa de gente guapa y sofisticada, tipo Tom Hanks y Meg Ryan. Parece mentira lo que la web y el e-mail han llegado a ser hoy en día; son un clarísimo paradigma de cómo las ideas que se les ocurren a los científicos pueden llegar a hacerse tan presentes en nuestra vida cotidiana. Acabo de escuchar (Telediario de Antena 3, 14 de enero) una información preocupante: somos – me incluyo – muchísimos los trabajadores que pasan dos y hasta tres horas diarias leyendo o escribiendo mensajes (hace unos años ¿quién se pasaba tres horas abriendo el correo o escribiendo cartas?) y que en España, pese a no estar en la vanguardia tecnológica, el uso o abuso del e-mail supera ampliamente la media europea. Hablaban, no sólo de su incidencia en el rendimiento profesional, sino también del estrés que nos genera procesar (leer, borrar, archivar, contestar…) esa avalancha. Yo añadiría otra incómoda peculiaridad del correo del siglo XXI – el electrónico. Como un e-mail apenas tarda unos minutos en llegar a Murcia procedente de Melbourne, y viceversa, mi corresponsal australiano quizás espere mi respuesta al cabo, como mucho, de una hora, impacientándose probablemente si no tiene respuesta el día siguiente. Les aseguro que esto le ocurre a mucha gente. Puede ser por la idea subliminal de que el que contesta es el ordenador, cuando, quien lo hace es la persona, que, naturalmente puede y debe emplear un cierto tiempo, en dudar, pensárselo… Hace unos años, una carta procedente o enviada a Australia tardaba quince días y, caso de no tener respuesta, hasta pasados al menos dos meses no te la volvían a reenviar, como se hace ahora, casi inmediatamente, con los e-mails no contestados “por si el anterior se hubiera extraviado”.