Pensándolo bien...
No deja de sorprender, la facilidad con la que se ha comunicado la Ciencia en todo tiempo y lugar. Si bien es cierto, que en el pasado, como hoy día, la existencia de centros donde se acumulaba la actividad de investigación, no lo es menos que en lugares muy distantes se concibieran, formularan y desarrollaran incursiones en la cueva de lo desconocido, haciendo emerger nuevos conocimientos. Así, todo avance iba orlado por cantidad de intentos de aplicación, ampliaciones o sugerencias en campos aledaños. Y es que, la base de la Ciencia consiste en que sus fundamentos se van asentando, conforme se encuentran explicaciones coincidentes, aplicaciones donde se pronostica con acierto y desarrollos basados en aquellos principios, que no solo contribuyen a afianzarlo, sino que suponen avances, aportando nuevas aplicaciones o mejorando las existentes, con mayor eficacia, rentabilidad o simplicidad. Del mismo modo, cuando los modelos se ven superados, se contrastan deficiencias y la Ciencia genera nuevos paradigmas que sustituyen a los anteriormente formulados y periclitados. Así se avanza, empezando de nuevo, pero con todo lo anterior acumulado, tanto lo positivo como lo negativo. Así se avanza en el conocimiento. Como diría el paisano: “solo falta quienes hagan eso”. Así es, siempre ha sido así.
Podremos en escena un caso: nos situamos en 1746, cuando el científico y religioso francés Nollet, dispuso a doscientos monjes formando una circunferencia de longitud una milla y los conectó con un alambre de hierro e hizo descargar una botella Leyden a través de esa cadena humana, observando que la reacción de todos ellos, era, prácticamente simultánea. Concluyó que la velocidad de propagación de la electricidad era muy elevada. En 1753, un colaborador anónimo de la revista Scoths Magazine, propuso un telégrafo electrostático. Un hilo conductor por cada letra del alfabeto transmitía un mensaje con la conexión de los extremos a la vez, a una máquina electrostática y se observaba la desviación de unas bolas de médula de saúco en el extremo receptor. Poco prácticos, no progresaron. En 1795 Salvá, médico español, barcelonés, presentó en la Academia de Medicina de Barcelona una memoria titulada “La electricidad aplicada a la telegrafía”, donde proponía el telégrafo eléctrico como factible. En 1796 hizo una demostración en la corte, en Madrid. Propuso establecer una línea Alicante – Palma de Mallorca, que nunca se realizó. Marconi lo reconoció como precursor.
En 1800 Volta propuso la pila voltaica, que suministraba corriente eléctrica continua. Presentaba ventajas sobre la descarga momentánea de las máquinas electrostáticas, con botellas Leyden, único método, hasta entonces, para suministrar electricidad artificial. Cuando se divulgó que la corriente galvánica descomponía el agua, un médico de Munich (como vemos, en aquella época había algunos médicos que hacían Ciencia e incluso tecnología), profesor Sömmerring, polaco de nacimiento, que estudio en la Universidad de Gotinga y descubrió la mácula de la retina en el ojo humano; estudioso de las manchas solares, miembro desde 1823 de la Academia de Ciencias de Suecia y uno de los destacados anatomistas alemanes, en torno a 1800, tuvo una gran idea, más tecnológica que científica, pero puso las bases de lo que posteriormente hemos conocido como telegrafía. Dispuso un recipiente con agua. Sumergió los extremos de 36 alambres de cobre, uno por cada letra más los diez dígitos (0 -9), treintaicinco de los cuales se unían a treintaicinco contactos situados a distancia. El trigesimosexto estaba conectado al polo negativo de una batería en columna. El polo positivo se conectaba a cada uno de los treintaiséis contactos. Cuando se establecía corriente con uno de ellos, se establecía entre el correspondiente extremo del alambre y el extremo negativo mencionado un circuito eléctrico y en la superficie, junto a ambos hilos, se desprendían burbujas de oxígeno e hidrógeno. Así transmitió, letras, palabras, números e incluso frases por vía eléctrica.
Así pues, conectados los hilos conductores a una pila, iban cada uno desde un cuadro con un selector del signo correspondiente (transmisor) a un electrodo, en una especie de urna transparente, que estaba llena de líquido (receptor) donde se cerraba el circuito. Se provocaba que, desde cada signo seleccionado, marcado en una base de la urna, salían burbujas de gas, como consecuencia de la descomposición del agua. Movía el selector y formaba palabras con las letras sucesivas. Así se elaboraban los mensajes que eran reproducidos en el otro extremo de los hilos, observando las burbujas que se formaban, se identificaba a que letras o números correspondían. El 9 de julio de 1809 consiguió enviar mensajes a una distancia de 12 metros y el 6 de agosto del mismo año, logró transmitir a 312 metros. Fantástico itinerario. Unas ideas llevan a otras. Al final solo perviven las propuestas mejor dotadas, haciendo caso omiso a recomendaciones e intentos prescindibles que pudieran darse en el camino. Así avanza la Ciencia, incluso cuando las soluciones son efímeras, como pudo ser ésta, que incluía, no pocas complicaciones.
Podremos en escena un caso: nos situamos en 1746, cuando el científico y religioso francés Nollet, dispuso a doscientos monjes formando una circunferencia de longitud una milla y los conectó con un alambre de hierro e hizo descargar una botella Leyden a través de esa cadena humana, observando que la reacción de todos ellos, era, prácticamente simultánea. Concluyó que la velocidad de propagación de la electricidad era muy elevada. En 1753, un colaborador anónimo de la revista Scoths Magazine, propuso un telégrafo electrostático. Un hilo conductor por cada letra del alfabeto transmitía un mensaje con la conexión de los extremos a la vez, a una máquina electrostática y se observaba la desviación de unas bolas de médula de saúco en el extremo receptor. Poco prácticos, no progresaron. En 1795 Salvá, médico español, barcelonés, presentó en la Academia de Medicina de Barcelona una memoria titulada “La electricidad aplicada a la telegrafía”, donde proponía el telégrafo eléctrico como factible. En 1796 hizo una demostración en la corte, en Madrid. Propuso establecer una línea Alicante – Palma de Mallorca, que nunca se realizó. Marconi lo reconoció como precursor.
En 1800 Volta propuso la pila voltaica, que suministraba corriente eléctrica continua. Presentaba ventajas sobre la descarga momentánea de las máquinas electrostáticas, con botellas Leyden, único método, hasta entonces, para suministrar electricidad artificial. Cuando se divulgó que la corriente galvánica descomponía el agua, un médico de Munich (como vemos, en aquella época había algunos médicos que hacían Ciencia e incluso tecnología), profesor Sömmerring, polaco de nacimiento, que estudio en la Universidad de Gotinga y descubrió la mácula de la retina en el ojo humano; estudioso de las manchas solares, miembro desde 1823 de la Academia de Ciencias de Suecia y uno de los destacados anatomistas alemanes, en torno a 1800, tuvo una gran idea, más tecnológica que científica, pero puso las bases de lo que posteriormente hemos conocido como telegrafía. Dispuso un recipiente con agua. Sumergió los extremos de 36 alambres de cobre, uno por cada letra más los diez dígitos (0 -9), treintaicinco de los cuales se unían a treintaicinco contactos situados a distancia. El trigesimosexto estaba conectado al polo negativo de una batería en columna. El polo positivo se conectaba a cada uno de los treintaiséis contactos. Cuando se establecía corriente con uno de ellos, se establecía entre el correspondiente extremo del alambre y el extremo negativo mencionado un circuito eléctrico y en la superficie, junto a ambos hilos, se desprendían burbujas de oxígeno e hidrógeno. Así transmitió, letras, palabras, números e incluso frases por vía eléctrica.
Así pues, conectados los hilos conductores a una pila, iban cada uno desde un cuadro con un selector del signo correspondiente (transmisor) a un electrodo, en una especie de urna transparente, que estaba llena de líquido (receptor) donde se cerraba el circuito. Se provocaba que, desde cada signo seleccionado, marcado en una base de la urna, salían burbujas de gas, como consecuencia de la descomposición del agua. Movía el selector y formaba palabras con las letras sucesivas. Así se elaboraban los mensajes que eran reproducidos en el otro extremo de los hilos, observando las burbujas que se formaban, se identificaba a que letras o números correspondían. El 9 de julio de 1809 consiguió enviar mensajes a una distancia de 12 metros y el 6 de agosto del mismo año, logró transmitir a 312 metros. Fantástico itinerario. Unas ideas llevan a otras. Al final solo perviven las propuestas mejor dotadas, haciendo caso omiso a recomendaciones e intentos prescindibles que pudieran darse en el camino. Así avanza la Ciencia, incluso cuando las soluciones son efímeras, como pudo ser ésta, que incluía, no pocas complicaciones.
© 2023 Academia de Ciencias de la Región de Murcia