Pensándolo bien...
La complejidad de todos los sistemas y procesos, está fuera de duda. Nada resulta fácil de desentrañar. Estoy seguro de que cuando Pitágoras reparó que habÍan leyes en la Naturaleza, que estaban operando por debajo, es decir, detrás de lo que aparentemente captábamos, con lo cual estableció la referencia que más de XX siglos después hizo surgir el método científico que propuso Galileo, que tantas satisfacciones nos ha dado. Nunca, ni uno ni otro, fueron conscientes de las dificultades del avance científico.
Si seguimos relativamente de cerca, los avances científicos, reparamos con facilidad que cierto es aquello de que cuando se descorre una cortina, al descubrir algo, el interrogante que nos llevó a ello, se transmuta en cientos de otros interrogantes que no solo mantienen la tensión, sino que nos embarcan en nuevas empresas investigadoras que no parecen tener final. Por mucho que hayamos avanzado, resulta incomparable lo que tenemos por descubrir. Por una parte, el descubrimiento genera satisfacciones, qué duda cabe, pero por otra, nos sume en la preocupación que supone, no encontrar nunca el final.
Con esta maldita pandemia, lo estamos viviendo en primera persona. No cesan de darse a conocer nuevos matices, aspectos en los que no se había reparado, variantes en las que no se había pensado, rasgos en los que no se había imaginado que podían haber claves. Ahora, parece que la lengua, también es un detector. Mañana será otra cosa. Todo ello, lejos de contribuir a tranquilizar, hace aflorar una honda preocupación que se suma a las muchas que ya tenemos y no acabamos de solucionar.
Ciertamente, todo indica que el ser humano está dotado estructuralmente, independientemente de lo que esto pueda significar, para exhibir una curiosidad sin límites. En buena parte de los casos, todo queda en curioseo, que es la vertiente de baja calidad de este rasgo humano, que se conforma con conocer algo, sin implicarse, por puro divertimento. En la vida corriente es muy usual en muchos ámbitos. Pero la curiosidad en la que estamos interesados, no es ésta, sino la que nos hace implicarnos en desentrañar cómo funciona algo, que es el interrogante genuinamente científico. Al estilo del impulso que llevó a Pitágoras a reparar que el sonido que producía un herrero al golpear piezas de metal, era función de la longitud de la barra que recibía los impactos de su martillo al golpearlo sobre el yunque. Si todo hubiera quedado en la anécdota de “mira que interesante como cambia de tono al golpear” hubiera sido curioseo. La clave fue identificar el proceso y concluir que no se trataba de cosas de dioses o de mitos, sino que eran leyes que regían los procesos y que todo lo que había que hacer era estudiar para desentrañarlos. Me estremezco, cada vez que pienso en la audacia de que hizo gala Pitágoras para, en una época como la que le tocó vivir, atreverse a poner en duda la intervención divina. Esto solamente tiene parangón en la Edad Media, por ejemplo, al ser objeto de atención por la Inquisición por prácticas alquímicas o de magia, o el caso del propio Galileo, al ser objeto de “juicio divino” por cuestionar el mundo que reconocía una Iglesia a la que poco le ha parecido, de siempre, el papel de la Ciencia, entre otras cosas, porque la estudia muy poco y por muy pocos. Por contra, en la espiritualidad tibetana, el Dalai Lama actual, desde que en 1948 abandonó el Tibet para trasladarse “obligadamente” a Daramsala en el noreste de la India, celebra anualmente una reunión a la que cita a los mejores científicos del mundo para contrastar en unas jornadas específicas la Ciencia y la espiritualidad, asumiendo que lo que la Ciencia ha evidenciado, lo mejor es conciliarlo con la espiritualidad, dando por buena la propuesta científica, sea cual sea el ámbito en el que se formule.
En todo caso, la reflexión nos lleva a formularnos un interrogante profundo, que emerge del hecho de que gracias a la curiosidad vamos descubriendo, cada vez un mayor número, procesos naturales o nuevos detalles que revelan malinterpretaciones de tiempos pasados, o… Este sinfín de descubrimientos nos lleva a la trivialidad de que todo cuanto descubrimos, estaba ahí. Ahora aflora. Pero ya estaba. ¿cómo es eso? No es suficiente para contestar considerar el paso del tiempo, la parsimonia de la Naturaleza, la cantidad de cosas que propicia el transcurrir del tiempo. Las leyes que descubrimos operativas en la Naturaleza son profundas, complejas, de alcance. Ciertamente parece inverosímil que se haya podido afirmar en otros tiempos pasados, que ya habíamos llegado a conocer todo lo que había y solamente era cuestión, como de resolver problemas que se fueran formulando. Laplace o Weinberg, aún en vida hoy, y como caracterizado miembro de la comunidad de la Teoría del todo, separados por una gran distancia temporal tienen en común compartir la causalidad como promotora del Universo y la convicción de que llegaremos a conocerlo todo, por muy lejos que nos encontremos, realmente.
En el Universo hay un misterio fundamental, de ardua resolución, que radica en que las reglas y patrones matemáticos que subyacen a todo lo que nos rodea, para muchos supone que las matemáticas son el lenguaje del Universo. Esto plantea un dilema, ya que puede aceptarse que vamos descubriendo o que, como muchos otros asumen, lo vamos construyendo, del mismo modo que creamos el lenguaje. Si se repasa la Historia de la Humanidad, comprobamos que no hemos obtenido respuesta, aunque aceptemos que las matemáticas están detrás de la Ciencia fundamental, la aplicada, las ciencias de la vida o el propio Universo en su conjunto.
Pero, concomitante con este misterio, está el hecho de que aunque la descripción sea matemática, los hechos observables ocupan buena parte del espacio-tiempo conocido y se van desvelando nuevos ribetes lentamente, conforme vamos ahondando en los interrogantes que la Ciencia aborda. Lo que descubrimos estaba ahí, aunque no lo miramos hasta que no nos formulamos el interrogante. Formular preguntas es el universo de la Ciencia. Obtener respuestas, lo logramos cuando somos capaces de explicar cómo ocurren las cosas. Pero antes de formular las preguntas estaba en la Naturaleza y subyacía, independientemente de que hubiéramos reparado en ello. Naturalmente, una pequeña porción de estos hechos, está provocada artificialmente, como consecuencia de los constructos humanos, en especial en el mundo contemporáneo, pero los hechos fundamentales siguen siendo naturales y no parecen agotarse. Deberíamos sacar consecuencias de ello: si descubrimos algo es porque estaba ahí hasta que reparamos en ello y fuimos capaces de intentar desentrañarlo. Explicamos, desde la Ciencia, cómo, y poco a poco, sin perspectivas de ser capaces de agotar las preguntas. Desde otros campos habría que explicar el por qué y no está siendo muy fértil este ámbito.
Si seguimos relativamente de cerca, los avances científicos, reparamos con facilidad que cierto es aquello de que cuando se descorre una cortina, al descubrir algo, el interrogante que nos llevó a ello, se transmuta en cientos de otros interrogantes que no solo mantienen la tensión, sino que nos embarcan en nuevas empresas investigadoras que no parecen tener final. Por mucho que hayamos avanzado, resulta incomparable lo que tenemos por descubrir. Por una parte, el descubrimiento genera satisfacciones, qué duda cabe, pero por otra, nos sume en la preocupación que supone, no encontrar nunca el final.
Con esta maldita pandemia, lo estamos viviendo en primera persona. No cesan de darse a conocer nuevos matices, aspectos en los que no se había reparado, variantes en las que no se había pensado, rasgos en los que no se había imaginado que podían haber claves. Ahora, parece que la lengua, también es un detector. Mañana será otra cosa. Todo ello, lejos de contribuir a tranquilizar, hace aflorar una honda preocupación que se suma a las muchas que ya tenemos y no acabamos de solucionar.
Ciertamente, todo indica que el ser humano está dotado estructuralmente, independientemente de lo que esto pueda significar, para exhibir una curiosidad sin límites. En buena parte de los casos, todo queda en curioseo, que es la vertiente de baja calidad de este rasgo humano, que se conforma con conocer algo, sin implicarse, por puro divertimento. En la vida corriente es muy usual en muchos ámbitos. Pero la curiosidad en la que estamos interesados, no es ésta, sino la que nos hace implicarnos en desentrañar cómo funciona algo, que es el interrogante genuinamente científico. Al estilo del impulso que llevó a Pitágoras a reparar que el sonido que producía un herrero al golpear piezas de metal, era función de la longitud de la barra que recibía los impactos de su martillo al golpearlo sobre el yunque. Si todo hubiera quedado en la anécdota de “mira que interesante como cambia de tono al golpear” hubiera sido curioseo. La clave fue identificar el proceso y concluir que no se trataba de cosas de dioses o de mitos, sino que eran leyes que regían los procesos y que todo lo que había que hacer era estudiar para desentrañarlos. Me estremezco, cada vez que pienso en la audacia de que hizo gala Pitágoras para, en una época como la que le tocó vivir, atreverse a poner en duda la intervención divina. Esto solamente tiene parangón en la Edad Media, por ejemplo, al ser objeto de atención por la Inquisición por prácticas alquímicas o de magia, o el caso del propio Galileo, al ser objeto de “juicio divino” por cuestionar el mundo que reconocía una Iglesia a la que poco le ha parecido, de siempre, el papel de la Ciencia, entre otras cosas, porque la estudia muy poco y por muy pocos. Por contra, en la espiritualidad tibetana, el Dalai Lama actual, desde que en 1948 abandonó el Tibet para trasladarse “obligadamente” a Daramsala en el noreste de la India, celebra anualmente una reunión a la que cita a los mejores científicos del mundo para contrastar en unas jornadas específicas la Ciencia y la espiritualidad, asumiendo que lo que la Ciencia ha evidenciado, lo mejor es conciliarlo con la espiritualidad, dando por buena la propuesta científica, sea cual sea el ámbito en el que se formule.
En todo caso, la reflexión nos lleva a formularnos un interrogante profundo, que emerge del hecho de que gracias a la curiosidad vamos descubriendo, cada vez un mayor número, procesos naturales o nuevos detalles que revelan malinterpretaciones de tiempos pasados, o… Este sinfín de descubrimientos nos lleva a la trivialidad de que todo cuanto descubrimos, estaba ahí. Ahora aflora. Pero ya estaba. ¿cómo es eso? No es suficiente para contestar considerar el paso del tiempo, la parsimonia de la Naturaleza, la cantidad de cosas que propicia el transcurrir del tiempo. Las leyes que descubrimos operativas en la Naturaleza son profundas, complejas, de alcance. Ciertamente parece inverosímil que se haya podido afirmar en otros tiempos pasados, que ya habíamos llegado a conocer todo lo que había y solamente era cuestión, como de resolver problemas que se fueran formulando. Laplace o Weinberg, aún en vida hoy, y como caracterizado miembro de la comunidad de la Teoría del todo, separados por una gran distancia temporal tienen en común compartir la causalidad como promotora del Universo y la convicción de que llegaremos a conocerlo todo, por muy lejos que nos encontremos, realmente.
En el Universo hay un misterio fundamental, de ardua resolución, que radica en que las reglas y patrones matemáticos que subyacen a todo lo que nos rodea, para muchos supone que las matemáticas son el lenguaje del Universo. Esto plantea un dilema, ya que puede aceptarse que vamos descubriendo o que, como muchos otros asumen, lo vamos construyendo, del mismo modo que creamos el lenguaje. Si se repasa la Historia de la Humanidad, comprobamos que no hemos obtenido respuesta, aunque aceptemos que las matemáticas están detrás de la Ciencia fundamental, la aplicada, las ciencias de la vida o el propio Universo en su conjunto.
Pero, concomitante con este misterio, está el hecho de que aunque la descripción sea matemática, los hechos observables ocupan buena parte del espacio-tiempo conocido y se van desvelando nuevos ribetes lentamente, conforme vamos ahondando en los interrogantes que la Ciencia aborda. Lo que descubrimos estaba ahí, aunque no lo miramos hasta que no nos formulamos el interrogante. Formular preguntas es el universo de la Ciencia. Obtener respuestas, lo logramos cuando somos capaces de explicar cómo ocurren las cosas. Pero antes de formular las preguntas estaba en la Naturaleza y subyacía, independientemente de que hubiéramos reparado en ello. Naturalmente, una pequeña porción de estos hechos, está provocada artificialmente, como consecuencia de los constructos humanos, en especial en el mundo contemporáneo, pero los hechos fundamentales siguen siendo naturales y no parecen agotarse. Deberíamos sacar consecuencias de ello: si descubrimos algo es porque estaba ahí hasta que reparamos en ello y fuimos capaces de intentar desentrañarlo. Explicamos, desde la Ciencia, cómo, y poco a poco, sin perspectivas de ser capaces de agotar las preguntas. Desde otros campos habría que explicar el por qué y no está siendo muy fértil este ámbito.
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