Pensándolo bien...
En el corazón de la Química, se oculta una verdad fascinante y peligrosa, como le gusta decir al Prof. Hernández Córdoba, “cuestión de dosis”, toda sustancia puede ser veneno, todo veneno puede ser remedio. Esta dualidad esencial, formulada ya por Paracelso en el siglo XVI, sigue siendo el fundamento de la toxicología moderna: “Sola dosis facit venenum”, la dosis hace el veneno. A nivel molecular, las sustancias químicas contenidas en las toxinas, ya sean de origen natural o sintético, interactúan con los sistemas biológicos de maneras profundamente específicas. Estas interacciones pueden salvar vidas o quitarlas, pueden alterar la conciencia, provocar parálisis o desencadenar estados eufóricos. ¿Cómo es posible que una misma molécula sea capaz de obrar milagros terapéuticos o infligir una muerte agónica? La respuesta está en la Química y en su relación con la Biología humana.
A nivel bioquímico, un veneno es una sustancia que interfiere con procesos celulares esenciales, como la señalización nerviosa, la producción de energía o la integridad estructural de los tejidos. Puede actuar bloqueando receptores, inhibiendo enzimas, alterando membranas celulares o activando rutas metabólicas letales. Algunas toxinas destruyen directamente las células; otras, más sutiles, interrumpen la comunicación entre ellas, como lo hacen muchos venenos neurotóxicos. No existe una definición única basada en la composición química, sino en los efectos sobre el organismo y en la dosis.
La versatilidad de estas sustancias hace que no haya una línea clara entre lo terapéutico y lo letal. Un ejemplo paradigmático es el agua, que es esencial para la vida, pero capaz de causar la muerte si se ingiere en cantidades excesivas, como se relata que ocurrió trágicamente en un concurso de radio en 2007. En ese caso, la hiperhidratación alteró el equilibrio de sodio en sangre, causando edema cerebral y finalmente, la muerte. Una mujer falleció tras participar en un concurso de una emisora de radio en California, EE. UU., llamado "Hold Your Wee for a Wii". En él, los concursantes debían beber grandes cantidades de agua sin orinar para ganar una consola de videojuegos. La ingesta masiva provocó un cuadro de hiponatremia, que es una disminución crítica del sodio en sangre, que causó edema cerebral y, finalmente, la muerte.
Los venenos más antiguos conocidos por la Humanidad provienen de la naturaleza. Plantas, hongos, animales e incluso bacterias han evolucionado mecanismos químicos para defenderse o cazar, lo que ha dado lugar a un vasto arsenal de toxinas. Las semillas del Strychnos nux-vomica, por ejemplo, contienen estricnina, un potente alcaloide que induce convulsiones espásticas y dolorosas. Aunque letal en dosis elevadas, la estricnina también se ha empleado en la medicina tradicional para tratar enfermedades como el reumatismo, la disfunción sexual o la parálisis.
La fauna tampoco se queda atrás. Las ranas del género Phyllobates secretan batracotoxinas en su piel, capaces de matar a un ser humano con una dosis menor a un miligramo. Este veneno ha sido empleado por culturas indígenas en sus dardos de caza, sin riesgo para el consumidor de la carne, ya que la toxina pierde actividad al ser ingerida. También es notorio el veneno de la serpiente taipán o del pulpo de anillos azules, cuyos efectos neurotóxicos bloquean la transmisión nerviosa y pueden provocar la muerte por asfixia en cuestión de minutos.
El uso de venenos por parte del ser humano tiene una larga historia. Algunas culturas indígenas australianas utilizaban raíces de plantas que contienen rotenona para aturdir peces. Esta sustancia interfiere con la respiración celular de los peces y es hoy empleada como pesticida.
Muchos envenenamientos no son intencionados. Las micotoxinas producidas por hongos del cornezuelo (Claviceps purpurea) han causado estragos a lo largo de la historia. En el siglo XX, cientos de personas en el pueblo francés de Pont-Saint-Esprit sufrieron alucinaciones, espasmos y gangrena tras consumir pan contaminado. Las toxinas del cornezuelo, como el ácido lisérgico, también inspiraron la creación del LSD, conocido y potente alucinógeno.
La frontera entre alimento y veneno puede ser difusa. En 2022, en Australia, más de 200 personas enfermaron por ingerir espinacas contaminada con Datura stramonium, una planta con alcaloides tropánicos como la escopolamina, que provocan confusión, alucinaciones y taquicardia. A pesar del susto, no hubo víctimas mortales, lo que revela la eficacia de los sistemas de salud pública.
Algunos de los venenos más eficaces no provienen de seres vivos, sino de la tabla periódica. El arsénico, por ejemplo, ha sido apodado “el rey de los venenos” por su uso histórico como arma discreta y su difícil detección en épocas premodernas. Giulia Tofana, en el siglo XVII, elaboraba una mezcla conocida como Acqua Tofana, que contenía arsénico, plomo y belladona. Esta poción incolora permitía eliminar lentamente a esposos indeseados. No fue sino hasta 1836 que James Marsh desarrolló la primera prueba científica fiable para detectar arsénico, marcando el nacimiento de la química forense. Al arsénico lo llaman «el veneno de los reyes y el rey de los venenos» pero como a todo reino, hay algunos que se le escapan. En el caso del arsénico, estas personas viven fuera de su venenoso alcance, en las montañas de los Andes. Ellos son los primeros seres humanos que poseen tolerancia al metabolizar el arsénico y en un nuevo estudio publicado en la revista científica de Oxford Molecular Biology and Evolution, los científicos han identificado los cambios genéticos exactos que hicieron esto posible. Un equipo de investigadores suecos viajó hasta San Antonio de Los Cobres, un pueblo en el noroeste de Argentina. Ahí existe evidencia de que las personas han vivido en esta región al menos desde 1.500 d.C. y juzgando por las momias encontradas cerca, el arsénico ha estado en el agua todo el tiempo. La base volcánica de la región aumenta los niveles de arsénico en el agua subterránea, que estaba en el agua del pueblo hasta que se instaló un sistema de filtrado el año 2012.
En el siglo XXI, los elementos radiactivos se han unido a la lista. El caso de Alexander Litvinenko, exespía ruso envenenado en Londres con polonio-210, ilustra la letalidad de un veneno nuclear. El polonio, un emisor de partículas alfa, destruye tejidos desde el interior sin dejar rastros visibles, salvo para quienes disponen de equipos especializados. Este tipo de venenos, aunque raros, revelan el alcance de la química como arma de precisión.
La ciencia moderna no ha abandonado la búsqueda de sustancias tóxicas. Durante la Primera Guerra Mundial, se introdujeron gases de guerra como el cloro y el fosgeno. Más tarde, surgieron los agentes nerviosos como el sarín, el VX y el novichok, este último empleado en el envenenamiento del exespía Sergei Skripal en 2018. Estos compuestos son organofosforados extremadamente potentes que inhiben la enzima acetilcolinesterasa, provocando una sobrecarga en la señalización nerviosa que lleva a la parálisis y la muerte. Algunos de estos agentes son binarios, es decir, se componen de dos sustancias inofensivas que, al combinarse, se transforman en veneno activo. Este diseño facilita su transporte y dificulta la detección, haciendo de ellos armas ideales para operaciones encubiertas.
No todo es destrucción. Muchos de los compuestos más peligrosos tienen un reverso médico. La toxina botulínica, responsable del mortal botulismo, se ha convertido en uno de los tratamientos cosméticos y terapéuticos más populares. Comercializada como bótox, esta neurotoxina se utiliza para tratar espasmos musculares, migrañas, vejiga hiperactiva y otras afecciones. En dosis minúsculas, actúa como un relajante muscular selectivo. La escopolamina, alcaloide de la belladona, es empleada en el tratamiento del mareo por movimiento, y su derivado, el butilbromuro de hioscina, se prescribe para el síndrome del intestino irritable. Del mismo modo, la warfarina, originalmente desarrollada como raticida, se emplea como anticoagulante en pacientes con riesgo de trombosis. Incluso venenos temibles como la ricina, extraída de las semillas de ricino, están siendo investigados para aplicaciones biomédicas, como el tratamiento de ciertos tipos de cáncer, mediante conjugados que atacan selectivamente células tumorales.
Lo que distingue a un fármaco de un veneno no es su composición, sino la dosis y el contexto. Medicamentos cotidianos como el paracetamol, seguros en dosis normales, pueden causar daños hepáticos letales si se abusa de ellos. Esta realidad ha llevado a instituciones regulatorias como la Administración de Productos Terapéuticos (TGA, en Australia) a limitar el tamaño de los envases y reforzar las advertencias de uso. Los márgenes terapéuticos varían enormemente entre fármacos. Mientras algunos poseen amplias ventanas de seguridad, otros, como la digoxina, derivada de la digital que es una planta del género Digitalis, cuyas hojas contienen varios glucósidos cardíacos, requieren un control minucioso de la dosis para evitar toxicidades potencialmente mortales.
Los venenos, en sus múltiples formas, son testimonio del poder ambivalente de la Química. Desde las trampas evolutivas de las plantas hasta los arsenales de guerra de los estados modernos, las sustancias químicas peligrosas han modelado tanto la historia natural como la historia humana. Pero también han curado, protegido y aliviado el sufrimiento. El estudio de las toxinas exige respeto, precisión y responsabilidad ética. Ya sea como armas, medicamentos o herramientas de investigación, estas sustancias nos recuerdan que, en la Ciencia, como en la vida, el conocimiento puede ser tan peligroso como liberador. Comprender los mecanismos moleculares que subyacen en su acción es el primer paso para transformar el veneno en remedio, y para evitar que el remedio se convierta en veneno.
Sopa de letras: REMEDIO O VENENO
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