Columnas
Columna de la Academia publicada el 6 de abril de 2019 en el Diario La Verdad
Fundéu BBVA es una fundación cultural promovida por la Agencia Efe y BBVA, que, cada año, designa una “palabra del año”. Sus normas indican que “la ganadora, que no tiene que ser necesariamente una voz nueva, ha de suscitar interés lingüístico por su origen, formación o uso y haber tenido un papel protagonista en el año de su elección”. Así, ha reconocido palabras como escrache (2013), selfi (2014), refugiado (2015), populismo (2016) y aporofobia (2017). La nueva palabra, o la nueva acepción de una ya recogida en el diccionario, son generalmente aceptadas por la Real Academia. En 2018, entre otras palabras candidatas (como sobreturismo, procastinar, nacionalpopulismo y VAR), se ha elegido un término de resonancia científica y tecnológica: “microplástico”. Elección que no ha de pasar inadvertida a quienes, en ámbitos académicos, tenemos a los plásticos, y demás compuestos macromoleculares como objetos de estudio. La actualidad de la palabra viene del reciente reconocimiento de otra forma en la cual estos magníficos materiales modernos, los polímeros sintéticos, que tanto han contribuido a nuestro actual bienestar, nos complican la vida por ser posibles contaminantes de nuestro entorno.
Los plásticos son polímeros, larguísimas cadenas moleculares, de procedencia sintética, formadas por eslabones moleculares (monómeros), que presentan una notable resistencia a la macrodegración. Me refiero a que una bolsa, o un fragmento de plástico, a la intemperie en un monte o una playa puede permanecer casi inalterada (aparentemente) durante muchísimos años. Ya sabe el lector por que se restringen las bolsas de plástico en el comercio. Hace poco se reconoció otro problema: una degradación a nivel molecular. De esas cadenas pueden desprenderse sus minúsculos eslabones, pequeñas moléculas, que en algunos casos presentan efectos nocivos, como los efectos endocrinos del bisfenol A que se desprende del policarbonato. Este polímero ya está prohibido en biberones y utensilios infantiles.
Además de estos mecanismos contaminantes, se ha conocido recientemente otro: una forma sutil de degradación de los plásticos de un nivel intermedio, descomponiéndose en forma de micropartículas, de tamaño invisible, de unas pocas micras, o incluso nanómetros, que pueden integrarse en los tejidos de animales y plantas, y por ende en nuestro cuerpo a través de los alimentos. Así, paulatinamente liberados al medio ambiente, integrados en la cadena alimenticia, ciertos plásticos de escasísima biodegradabilidad se han detectado ya en nuestros cuerpos en forma de tales micro o nanopartículas. Lo sabemos gracias a recientes, potentes técnicas de caracterización de polímeros y nanomateriales. Mientras los especialistas biomédicos determinan hasta qué punto el actual grado de exposición supone riesgo para la salud, los que vemos el asunto con un enfoque fisicoquímico tenemos mucho trabajo por delante, en cuanto al diseño de los materiales plásticos y a investigar cómo se comportan en sus aplicaciones.