Columnas
Aunque evitar el envejecimiento es un símbolo de nuestra civilización, resulta interesante considerar si la prolongación de la vida humana mucho más allá de los noventa años supone una ventaja real para los individuos o incluso para la especie humana. En muchos casos, la salud, el vigor y la felicidad es posible hasta esa edad, pero resulta dudoso que el placer y la diversión que aún pueda obtenerse de la vida después de más años compense las dificultades y limitaciones de su mantenimiento. La mayoría de los ancianos acepta filosóficamente la muerte y pocos miran el cese de la experiencia con el temor de las personas jóvenes. Metchnikov, un precursor de la Inmunología, dedicó cierta atención a esta cuestión y concluyó que los muy ancianos sin enfermedades específicas, sino meramente envejecidos, manifiestan un deseo de morir tan natural y normal como el de dormir al final de un largo día.
Una sorprendente consideración de las desventajas de la vida eterna se encuentre en la conocida obra «Los viajes de Gulliver» de Jonathan Swift, generalmente considerada como literatura infantil. Sin embargo, merece la pena leer lo que se describe en el libro tercero, capítulo diez, de esa obra. Gulliver visita a los habitantes de Luggnagg con vida inmortal. El repaso de las inconveniencias derivadas de esta propiedad hace que el deseo inicial de una larga vida por parte del protagonista sufra un duro revés.
El cerebro tiene una estructura funcional propia de su época y sus circunstancias y, a medida que el tiempo pasa, resulta más difícil aceptar nuevas ideas fundamentales. Con la edad, persisten sentimientos y afecciones que se han ido fijando a lo largo de la existencia y la mente parece atascada con memorias y conclusiones sobrecargadas por cosas del pasado y valores referidos a otros tiempos.
Una bacteria es pura multiplicación y no muere en el sentido biológico de la muerte humana: se divide mecánicamente, origina clones idénticos y se puede conservar indefinidamente. Pero sus actividades son muy limitadas. Sin embargo, los seres más complejos han ido sacrificando la inmortalidad física a cambio de una existencia con más poder de realización. El hombre, en concreto, como Fausto, parece haber vendido su inmortalidad por vivir con abundancia una experiencia rica que le hace sentirse parte del universo. Noventa o cien años parece suficiente para hacer lo que hay que hacer: hay tiempo para trabajar, para descansar y para marcharse.