Columnas
Como en 1979, cuando el accidente nuclear de Three Mile Island, o 1986, cuando el accidente más devastador de Chernobil, los desgraciados sucesos recientes de Japón han llevado a los medios de comunicación términos como sievert (unidad de medida de la dosis efectiva de radiación), yodo radioactivo, mutación, cáncer… Para asustarse un poco, no sin razón. Los elementos radiactivos, en particular si emiten la llamada radiación gamma, provocan alteraciones en el material genético que desembocan en la aparición de mutaciones, incrementando así la frecuencia de tumores, o si afectan a células germinales (óvulos o espermatozoides) la aparición en los descendientes de enfermedades hereditarias. Numerosísimas observaciones con organismos de experimentación y algún estudio de poblaciones expuestas a accidentes nucleares demuestran sin lugar a dudas los graves efectos de una dosis intensa de radiación, aunque sea de duración corta. Es el triste caso de Chernobil, donde se cuentan más de 6.000 casos de cáncer de tiroides, la mayoría en personas que entonces eran niños y que presuntamente bebieron leche de vacas alimentadas con pasto contaminado con yodo radiactivo. El yodo es esencial para la producción de una hormona importante que secreta el tiroides, la tiroxina, y nuestro organismo, que no distingue entre una u otra forma del yodo, tiende a acumularlo en esa glándula. De ahí que una de las primeras medidas de las autoridades japonesas fuera distribuir tabletas de yodo. La idea es saturar la glándula de yodo no radiactivo y que, digámoslo así, no quede sitio para el yodo radiactivo, que sería excretado. Más difícil resulta establecer las consecuencias de una exposición a dosis bajas de radiación gamma. Una razón es puramente estadística. En cualquier población, del orden de un tercio de los individuos acaban desarrollando un cáncer de uno u otro tipo. El incremento de esa incidencia en un uno por mil, o incluso en un uno por ciento, no sería fácil de detectar, a menos que se haga un seguimiento de centenares de miles de individuos, cosa nada sencilla. Conviene decir que, basándose en datos obtenidos con organismos de experimentación, muchos científicos creen que existe una relación aproximadamente lineal entre dosis y efecto y, por tanto, que no hay un “umbral inocuo” de radiación gamma. Si es así, establecer una zona de exclusión alrededor de Fukushima de tantos o cuantos kilómetros no sería más que un gesto político para infundir una falsa seguridad.