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Columna de la Academia publicada en el Diario La Verdad el 17 de noviembre de 2018
Hoy en día, la imagen del ser creado por Victor Frankenstein, así como el procedimiento empleado para insuflarle el hálito vital, se han convertido en unos estereotipos que no aparecen descritos en la novela de cuya publicación se celebra este año el bicentenario. De hecho, proceden del primer largometraje inspirado en la obra de Mary Shelley, protagonizado por Boris Karloff y dirigido por James Whale en 1931.
Frankenstein o el moderno Prometeo fue concebido por Shelley durante el verano de 1816, mientras pasaba unos días en la villa del poeta Lord Byron a las orillas del lago de Ginebra. Se publicó el 1 de enero de 1818 (de forma anónima). Pero hubo que esperar hasta la segunda edición (1823) para que el nombre de su autora apareciera en el libro.
El argumento de la novela se ha convertido en una metáfora sobre el ejercicio de la ciencia y sus consecuencias morales. Mary Shelley estaba al tanto de los avances científicos de su época. Conocía los estudios sobre la electricidad realizados por Benjamin Franklin (en 1752 “extrajo” electricidad de un rayo mediante una cometa), Luigi Galvani (en 1780 descubrió –casualmente– los efectos de la electricidad sobre los músculos animales) y Alessandro Volta (quien inventó en 1800 la batería eléctrica). Sin embargo, en la novela solo hay una referencia explícita a la electricidad y, seguidamente, a una máquina eléctrica, cuando Victor Frankenstein evoca la impresión que le causó una fuerte tormenta durante su juventud. Posteriormente aparecen bastantes tempestades a lo largo de la obra, principalmente asociadas a momentos significativos de la misma. Sin embargo, en ningún instante se explicita el uso de la electricidad (ni, mucho menos, de la de que tiene su origen en los fenómenos meteorológicos), ni se detalla la naturaleza exacta del procedimiento empleado para insuflar el hálito vital a la criatura creada por Frankenstein reuniendo piezas de cadáveres durante su estancia en la Universidad de Ingolstadt. Tan solo se dice que descubre un principio vital previamente desconocido, lo cual le permite dar vida a la materia inanimada.
En conclusión, la novela Frankenstein o el moderno Prometeo no detalla cuál fue la chispa de la vida que empleó el Victor Frankenstein para dotar de vida a su creación. Tampoco confiere el título de Doctor al joven Frankenstein, que no es el nombre de la criatura o monstruo, sino de su creador, quien no exclama “¡Está vivo!” cuando observa que su ser cobra vida. Y, por supuesto, tampoco existe ese inseparable ayudante de Victor Frankenstein, inmortalizado por Igor (“Aigor”) en El jovencito Frankenstein (¿o era “Fronkonstin”?).
En definitiva, ha sido la industria de Hollywood la que nos ha transmitido todos los tópicos que asociamos a la obra de Mary Shelley. Pero siempre podemos leer la novela original. ¡Y qué mejor excusa que su bicentenario!