Pensándolo bien...
No siempre tiene el camino fácil en Ciencia, una idea innovadora. La sustitución de paradigmas no es automática. A veces cuesta abrirse paso y tomar empuje una idea que suponga una auténtica revolución, cambiando en profundidad nuestra concepción de la Naturaleza. El médico municipal de Heilbrom, Mayer, había concluido en que solamente hay una energía que se manifiesta de distintas formas u que es convertible de una en otra. Más todavía, había propuesto que la cantidad total de energía era una especie de dotación inicial, única y constante y lo único que podíamos hacer era transformar un tipo en otro, como lo hace la propia Naturaleza. Era una idea de alcance, que no encontraba forma de penetrar en los ámbitos científicos y era rechazado una vez tras otra en todas las revistas y Academias de Ciencias de Munich, Berlín, Bruselas, Paris y Londres, por ejemplo. Mayer estaba muy convencido de “su razón”, que creía que solamente era cuestión de tiempo que se abriera paso a la verdad.
Mientras tanto, en Inglaterra, Joule, había aprovechado la tesis de Mayer. Joule andaba estudiando la ley de producción de calor eléctrico haciendo uso de la ley de Ohm. En un intento de fundamentar la teoría de Mayer construyó termómetros y galvanómetros muy sensibles. Lo logró, olvidando el nombre de Mayer. Tuvo éxito, hasta el punto de que el propio Helmholtz, en Berlín, se enfrascó en la comprobación matemática de los experimentos de Joule y no de las ideas de Mayer. El artículo en el que contaba sus conclusiones, titulado “Acerca de la conservación de la energía” llegó a manos de Mayer. Solamente hablaba de Joule. La cuestión es que Mayer ni había efectuado cálculos, ni había realizado experimentos. Solamente había filosofado con ellos. Pero eran suyos los conceptos, él los había “parido”. Mayer había terminado su monografía referente a la Dinámica del Universo, la había impreso, la había enviado a las editoriales y se la habían devuelto. Hacía ya medio año de todo esto y no logró ninguna resonancia.
Mayer sufrió la crítica despiadada cuando intentó reclamar su autoría. Fue tildado de loco, monomaníaco, hasta por jóvenes auxiliares y sus escritos no veían la luz en las revistas y periódicos de la época Se le tildaba de tramposo y no se le admitía una justificación. Acabó, en sueños, lanzándose por la ventana en un arrebato asociado a un estado febril, consecuencia del acoso al que se veía sometido. Continuó defendiéndose de lo que juzgaba como embuste y arbitrariedad. Un clérigo próximo, en cierta ocasión discutió con él, en casa de éste último. Llegados a un punto, a un Mayer creyente y cumplidor, el clérigo le asestó un golpe definitivo al apelar a que la idea pudo proporcionársela el maligno. Decía el clérigo que, no entendiendo de aquello, si veía que la voz del pueblo era la voz de Dios. Y la gente decía que Mayer tenía delirios de grandeza. “la fe y la verdad, nos sientan mejor que la Ciencia y la soberbia”, le asestó definitivamente aconsejándole que visitara a un director de un manicomio, para que viera lo conveniente a hacer. Y así lo hizo. El director del manicomio le recetó reposo., una cura. Ingresó en un establecimiento para enfermos mentales y con la receta de descansar, con tratamiento y dieta del plan 32. Después de un periodo de reposo y en una conversación con el médico, ante un comentario de éste sobre que Mayer se situaba frente a todo el mundo intelectual, Mayer contestó que no era él “sino su descubrimiento el que se oponía a los demás, precisamente por no haber sido realizado por aquellos señores que, en razón de su cargo, deberían haberlo hecho. Se le ocurre algo a uno o no. Eso no se compra y de ello no quieren darse cuenta los especialistas. En efecto yo no soy especialista. Ese es el punto culminante”. El médico le contestó: “creí que usted se había repuesto”. Anotó en su diario con la fecha del día: “Mayer, incremento patológico de la arrogancia”. Fue diagnosticado de enajenación maniaco-depresiva que acusaba incluso periodos de verdadera locura. Mayer logró exigir por vía judicial que le liberaran del manicomio. Volvió a ejercer la profesión médica.
Años después, la Royal Society proclamó al mundo que Roberto Mayer era el autor de la ley de la conservación de la energía. Tarde, pero al menos se reconoció
Mientras tanto, en Inglaterra, Joule, había aprovechado la tesis de Mayer. Joule andaba estudiando la ley de producción de calor eléctrico haciendo uso de la ley de Ohm. En un intento de fundamentar la teoría de Mayer construyó termómetros y galvanómetros muy sensibles. Lo logró, olvidando el nombre de Mayer. Tuvo éxito, hasta el punto de que el propio Helmholtz, en Berlín, se enfrascó en la comprobación matemática de los experimentos de Joule y no de las ideas de Mayer. El artículo en el que contaba sus conclusiones, titulado “Acerca de la conservación de la energía” llegó a manos de Mayer. Solamente hablaba de Joule. La cuestión es que Mayer ni había efectuado cálculos, ni había realizado experimentos. Solamente había filosofado con ellos. Pero eran suyos los conceptos, él los había “parido”. Mayer había terminado su monografía referente a la Dinámica del Universo, la había impreso, la había enviado a las editoriales y se la habían devuelto. Hacía ya medio año de todo esto y no logró ninguna resonancia.
Mayer sufrió la crítica despiadada cuando intentó reclamar su autoría. Fue tildado de loco, monomaníaco, hasta por jóvenes auxiliares y sus escritos no veían la luz en las revistas y periódicos de la época Se le tildaba de tramposo y no se le admitía una justificación. Acabó, en sueños, lanzándose por la ventana en un arrebato asociado a un estado febril, consecuencia del acoso al que se veía sometido. Continuó defendiéndose de lo que juzgaba como embuste y arbitrariedad. Un clérigo próximo, en cierta ocasión discutió con él, en casa de éste último. Llegados a un punto, a un Mayer creyente y cumplidor, el clérigo le asestó un golpe definitivo al apelar a que la idea pudo proporcionársela el maligno. Decía el clérigo que, no entendiendo de aquello, si veía que la voz del pueblo era la voz de Dios. Y la gente decía que Mayer tenía delirios de grandeza. “la fe y la verdad, nos sientan mejor que la Ciencia y la soberbia”, le asestó definitivamente aconsejándole que visitara a un director de un manicomio, para que viera lo conveniente a hacer. Y así lo hizo. El director del manicomio le recetó reposo., una cura. Ingresó en un establecimiento para enfermos mentales y con la receta de descansar, con tratamiento y dieta del plan 32. Después de un periodo de reposo y en una conversación con el médico, ante un comentario de éste sobre que Mayer se situaba frente a todo el mundo intelectual, Mayer contestó que no era él “sino su descubrimiento el que se oponía a los demás, precisamente por no haber sido realizado por aquellos señores que, en razón de su cargo, deberían haberlo hecho. Se le ocurre algo a uno o no. Eso no se compra y de ello no quieren darse cuenta los especialistas. En efecto yo no soy especialista. Ese es el punto culminante”. El médico le contestó: “creí que usted se había repuesto”. Anotó en su diario con la fecha del día: “Mayer, incremento patológico de la arrogancia”. Fue diagnosticado de enajenación maniaco-depresiva que acusaba incluso periodos de verdadera locura. Mayer logró exigir por vía judicial que le liberaran del manicomio. Volvió a ejercer la profesión médica.
Años después, la Royal Society proclamó al mundo que Roberto Mayer era el autor de la ley de la conservación de la energía. Tarde, pero al menos se reconoció
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