Columnas
Columna de la Academia publicada en el diario La Verdad el 22 de junio de 2019.
Durante dos siglos, Jean-Baptiste Lamarck ha sido denostado o, al menos, infravalorado, frente a Charles Darwin, por sus teorías sobre la evolución. No obstante, fue un naturalista a la altura de Linneo en sus trabajos para sistematizar la organización de los seres vivos, y fue quien en 1802 acuñó el término «biología» para la ciencia que estudia la vida. En 1809, el año en que nació Darwin y medio siglo antes de que éste escribiera El origen de las especies, en su libro Filosofía zoológica, ya desarrolló la idea de que las especies no eran formas estáticas, creadas así por Dios, sino que evolucionaban a través de la adaptación de los propios organismos a los cambios ambientales y que dichas adaptaciones y modificaciones se transmitían a la descendencia.
¿Por qué entonces no se le reconoce como el verdadero padre de la evolución? Simplemente porque no aceptábamos hasta ahora que los caracteres adquiridos como adaptación individual puedan transmitirse a la descendencia. ¿Podría el entrenamiento de un individuo para ser mejor nadador hacer que también lo vayan a ser sus hijos? Darwin, aparte de una recopilación de evidencias exhaustiva, aunque no conoció la genética que surgiría con el trabajo de Mendel, que solo fue reconocido de forma general a principios del siglo XX, hizo una propuesta más compatible con ella. Los organismos no dirigían su propia evolución adaptándose al medio, era el medio el que seleccionaba a los más aptos de entre una variabilidad de posibilidades. Las mutaciones y recombinaciones genéticas explicarían más adelante dicha variabilidad que se producía al azar pero que podía dotar de ventajas a quienes las tuvieran.
Pero en la vida no todo es azar. Desde su origen, los seres vivos han evolucionado adaptándose a millones de años de cambios ambientales y han ido adquiriendo por la vía darwiniano-mendeliana numerosas mejoras en su diseño para explotar los recursos disponibles y explorar nuevas posibilidades. Sería un desperdicio renegar de esa historia. Las viejas adaptaciones pueden volver a ser útiles si volvieran a darse las condiciones que las propiciaron. Estoy convencido de que la naturaleza padece el síndrome de Diógenes. Lo guarda todo por si un día pudiera ser útil. Por eso el ADN aumenta, a veces de forma desmesurada, a lo largo del árbol evolutivo. Para evitar el caos genético, el truco es bloquear y no dejar que se expresen los genes que ahora no necesitamos y mantener activos los que resultan útiles. De este modo podemos activar genes que nos permiten tolerar mejor determinados tóxicos o que modifican la edad de madurez sexual o la fecundidad dependiendo de la esperanza de vida o la estabilidad ambiental (algo que hemos propuesto recientemente para los peces tras las observaciones en reservas marinas). Y estas adaptaciones, adquiridas por los progenitores, sin que se altere el código genético, pueden transmitirse varias generaciones. Es lo que se denomina epigenética. Resulta que Lamarck también tenía razón.