Columnas
Las noches de verano, especialmente en áreas sin contaminación lumínica, como a las orillas del Mar Menor de mi juventud, invitan a mirar a las estrellas.
Recientemente la prensa se ha hecho eco de la propuesta de la investigadora en física teórica y gravedad cuántica, Sabine Hossenfelder de que el universo puede comportarse como un ser vivo capaz de aprender y pensar. La hipótesis se basa, entre otras evidencias, en la detección de que las explosiones en los agujeros negros parecen orientarse y alinearse en una red cósmica de conexiones, una especie de red neuronal, conformada por la distribución heterogénea de masa y energía en el universo, publicada hace años por David Shultz en la sección de noticias de la revista Science, a partir de la constatación, publicada por D. Hutsemékers y sus colaboradores en la revista Astronomy & Astrophysics en 2014, de que la alineación de los chorros de energía de los cuásares en los agujeros negros tienen misteriosamente el mismo eje de rotación que sus vecinos -dentro de un filamento- a pesar de estar separados por miles de millones de años luz.
La posibilidad de un universo inteligente ha suscitado cierta inquietud, pero la verdad es que no debería sorprendernos. Hace años que cuando explico a mis alumnos el concepto de ecosistema, incluyo como contexto la existencia de una jerarquía en los niveles de organización biológica, de las células a los tejidos, los órganos, los sistemas (respiratorio, nervioso, digestivo…), los individuos, las poblaciones, las comunidades, los ecosistemas y la propia propuesta de Gaia, como sistemas complejos adaptativos, que se autoorganizan, cooperan y aprenden. A lo largo de esa serie aumenta la complejidad de las estructuras y relaciones y, con ello, aparecen propiedades emergentes, poco predecibles a priori, como la capacidad de autorregulación, el procesado de la información, el aprendizaje, los sentimientos, la conciencia, la inteligencia… Suelo terminar diciendo que nada impide que haya niveles de complejidad por encima de los que conocemos, pero que nuestra incapacidad de demostrarlo y experimentar con ellos hace que, por el momento, eso quede fuera del ámbito científico y se sitúe en el de la filosofía, la metafísica o las creencias religiosas. Ciencia y religión pertenecen a ámbitos bien diferenciados del ser humano, uno basado en la experimentación y los datos, el otro más intimo y personal basado en sentimientos y creencias, y a lo más que puede llegar un científico creyente es a ser crítico con la coherencia entre lo que cree y lo que la ciencia puede demostrar. Quizás los astrofísicos aún no están investigando teología, como desliza Hossenfelder en sus entrevistas, pero ¿qué impide que el universo esté hecho a nuestra imagen y semejanza?