Columnas
Columna de la Academia, publicada en el Diario La Verdad el 23 de marzo de 2019
La obligación de la ciencia, particularmente de la ecología, es responder preguntas y realizar diagnósticos, en base a los datos disponibles y el conocimiento de los procesos ecológicos, aplicando el método científico. Incluso estando bien aplicado, con datos fiables y diagnósticos acertados, la aceptación de las conclusiones no está garantizada, ni siquiera dentro del ámbito científico. Hay muchas razones para explicar esa desconfianza y cada caso responde a circunstancias distintas, pero, aunque nos parezca injusto que Galileo tuviera que renunciar a sus convicciones murmurando “…y sin embargo se mueve”, lo cierto es que el criticismo es bueno. Incluso cuando es infundado o mal intencionado, siempre será saludable, para la ciencia y para quienes tienen que tomar decisiones de gestión, que los científicos tengamos que ser cautos y rigurosos con lo que decimos y debamos fundamentarlo a prueba de toda ambigüedad (a pesar del principio de incertidumbre que rige el universo).
El Mar Menor ha sufrido estos últimos años, o, mejor, décadas, este proceso de búsqueda de la verdad y puesta en entredicho de cualquier afirmación. Al final la realidad se impone y da la verdadera medida de la ciencia que hacemos. Pero ahí no termina todo.
De poco sirve que la ciencia acierte y que finalmente todos acepten sus diagnósticos, si no se hace caso o si se sigue actuando al margen de las leyes, ya sean las físicas, las ecológicas o las sociales. Las consecuencias serán irremediablemente destructivas.
El Mar Menor ha respondido bien a las restricciones a la entrada de nutrientes. La solución no era ni dragar canales ni fangos, ni bombear oxígeno, ni secarlo y volverlo a rellenar. Bastaba con desacelerar el sistema y dejar de presionarlo. Sus mecanismos de autorregulación se han restituido y su integridad ecológica sigue consolidándose. Las aguas han recuperado su transparencia y el año pasado el ecosistema incluso asimiló bien las temperaturas veraniegas y las lluvias otoñales. Pero el problema no está resuelto.
La infraestructura necesaria para canalizar las aguas, tratarlas, recogerlas tras su utilización, almacenar residuos y reutilizarlas o evacuarlas al lugar y en la forma adecuados, aun no existe. Las aguas pluviales siguen descontroladas, las depuradoras no pueden asimilarlas, los agricultores necesitan regar, pero no se les ha dado una solución para la gestión del riego y sus efluentes. En esta situación es difícil cumplir normativas y, aunque esto nunca será una excusa, es fácil anticipar una muerte anunciada y nuevos vertidos. El gobierno regional tiene la responsabilidad de luchar para que las soluciones estables sean una realidad, el gobierno de la nación debe atender las urgencias de las regiones, aunque no jueguen al chantaje nacionalista ni decidan investiduras, los grupos sociales y partidos deben tener claro dónde presionar y los que sufrimos la falta de coordinación y financiación no podemos dejar de actuar con responsabilidad, ni haciendo ciencia, ni utilizando el agua de forma suicida.