Pensándolo bien...

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El periodo de pandemia nos ha enseñado o, al menos, hecho ver muchas cosas. No se puede afirmar que hayamos aprendido, porque hay gentes que a tanto no llegan, demasiados como fácilmente se observa pero, al menos, ver cosas nuevas, se han visto. Entre otras, hemos percibido bien de cerca el significado de tecnología de la información y las comunicaciones. De momento se puede afirmar que lo que son datos, han fluido abundantemente. Si, además han implicado información, lo veremos. Abundantes fuentes de datos se han destapado con atenciones diversas, por parte de la gente, desigual atención, poco uniforme crédito, escasa exigencia por parte de los receptores y, en suma, como una avalancha que se te viene encima y te cuesta reaccionar con la debida cordura.

Se han expresado muchos científicos con un lamento acerca de las dificultades de los expertos en hacerse oír. Se ha indicado desde medios académicos que un hecho a resaltar es el de que a la gente no le gustan demasiado los profesores. Dudo mucho que, desde el entorno universitario, hayamos apreciado en su justa medida tal percepción. Es más, se señala como valoración muy generalizada que la gente estima que conoce más y mejor que los expertos, estando convencidos plenamente de que es así. Visto con perspectiva, esto supera las apreciaciones hasta ahora evidenciadas, ya que una cosa es considerar a los escépticos y otra bien distinta la falta de respeto que implica la valoración o el criterio que se debería atribuir a los que han dedicado su vida a reflexionar en uno u otro aspecto de la Ciencia, en especial.

Tom Nichols, profesor universitario en Newport, ha escrito un libro titulado “The Death of Enterprise. The campaign against established knowledge and why it matters”. Uno de los motivos señalados es que hoy todo el mundo se considera experto. El paciente pide al médico que le recete lo que le ha dicho Google, al profesional se le dice cómo tiene que resolver el problema para el que lo ha llamado, los chicos en edad escolar tienen unos padres que no aceptan que las contestaciones de sus hijos en los exámenes estén mal, diga lo que diga el profesor. Seguramente, apunta Nichols, una de las causas radica en que la Ciencia y la Tecnología actuales son capaces de resolver problemas tan complejos, que la percepción que tenemos es que resolver cualquier cosa es muy simple y está al alcance de cualquiera. No se percibe la complejidad, la experiencia y el trabajo de científicos y tecnólogos que han hecho posible el avance y la comodidad de que hoy disfrutamos. Ni mucho menos del esfuerzo acumulado y derrochado para lograrlo.

Pero hay varias razones concomitantes con estas que ponen en relación la crisis de “expertisse” con aspectos íntimos del sistema científico. Una de ellas deriva de la “venganza” orquestada por el moderno relativismo. Desde esta posición se reclama que no hay hecho, sino interpretaciones. Esto pone en tela de juicio la potencial pretensión de cualquiera por tratar de establecer alguna verdad evidenciada. Nietzsche dio rienda suelta a esta corriente que perdura en el tiempo, con más arraigo del razonable. Esta vertiente está muy utilizada por los que ponen en tela de juicio que el cambio climático no deriva del antropocentrismo con que el hombre se sitúa en el planeta tierra, alentado por las religiones que le sitúan en cimas de privilegio sobre los demás seres vivos y con capacidad para explotar al planeta en todas sus facetas, por estar revestidos de derechos “divinos”. Si todo es relativo, no hay principios asociables a verdades incontrovertibles, porque no hay hechos sino solo interpretaciones. Estas posiciones alientan en cualquier dirección que no coincida con los itinerarios de la “verdad científica”. Probablemente la falta de argumentos contundentes que los expertos no han sabido hacer valer, han dado impulso a ese descrédito en el que estamos sumidos.

También es cierto que los expertos han podido querer hacerse oír, con mas frecuencia de lo deseable, en campos que no son los genuinamente suyos. Estas son aventuras con consecuencias. En los momentos de pandemia que hemos atravesado, se ha hecho patente que lejos de ser las razones científicas las que se hace valer para la toma de decisiones, han sido otras esferas, porque, entre otras cosas, no son los científicos los que toman las decisiones, ya que son responsabilidad de otros. Las decisiones en una sociedad democrática como la nuestra, se toman en el ámbito político, que es desde donde se deciden los procesos políticos. Los científicos deben ofrecer sus opiniones, nunca reclamar actuar con la autoridad que no tienen. Los que tengan tentaciones de tal conducta, harán bien en concurrir en la esfera pública con las reglas de juego de este ámbito. Este tipo de cosas lo único que desencadenan son procesos de descrédito, también, para los que sobrepasan las atribuciones propias de su estado y, de paso, deterioran las del conjunto de los “expertos” que pasan a situarse en los escenarios de la opinión y del debate, para el que no están especialmente preparados, dicho sea de paso. Esa confusión a la que hemos asistido, en la que desde la esfera técnica se pretende tomar parte en las decisiones a tomar, aduciendo respaldo científico para ello, olvida que cuando una cosa es de todos, como lo ha sido la pandemia (y sigue siéndolo), somos todos los que debemos solventarla.

Bien haríamos si la autoridad científica la pudiéramos perder por hechos científicos, igual que la ganamos, pero no es admisible que la perdamos por opiniones en aspectos propios de la gestión, que no nos corresponde. Seguro, que en este itinerario que hemos atravesado y lo que nos queda todavía, podemos aprender algo. Sería conveniente, también.