Columnas
La mente humana tiene problemas con los continuos. Nuestro cerebro se ha desarrollado evolutivamente para detectar patrones y regularidades en un entorno aparentemente caótico y, de este modo, poder anticipar los acontecimientos y evitar problemas. Ello implica ordenar y clasificar la información. La consecuencia es que nos resulta difícil comprender los procesos si previamente no los encuadramos en un organigrama tan sencillo como sea posible, lo que lleva a clasificaciones dicotómicas. Un niño, para seguir un encuentro deportivo suele preguntar al padre, ¿y tú con quién vas?, y no comprende la trama de una película si no tiene claro quiénes son los buenos y los malos. Los guionistas suelen facilitarnos el trabajo poniéndonos pistas, a veces demasiado evidentes. Lógicamente, las sutilezas y la difusión de los límites entre los caracteres aumentan a medida que el producto se destina a cerebros más entrenados, pero la aceptación de planteamientos simples, con los papeles bien definidos, desde la ficción a los debates políticos, pasando por el deporte, sigue siendo abrumadoramente mayoritaria.
En la naturaleza las cosas nunca son tan sencillas. Vivimos en un universo y en un espacio-tiempo continuo, pero con grumos. La energía, la materia, la información, los genes, fluyen en todas direcciones, pero podemos encontrar discontinuidades en las que aparecen restricciones, a veces sutiles, a dicho flujo. Esas discontinuidades se expresan a distintas escalas espacio-temporales que también muestran una jerarquía. En dichas discontinuidades nuestra mente dibuja los límites de su clasificación y, de este modo, delimitamos razas, especies, poblaciones, comunidades o biocenosis, ecosistemas, biomas… y también unidades familiares, comunidades de vecinos, barrios, ciudades, comunidades autónomas, países o culturas. En cada nivel, los flujos e intercambios son mayores internamente, entre componentes del mismo subgrupo, que con otros grupos adyacentes, aunque dichos intercambios también existan de manera más o menos evidente. Para definir especies, más allá de las semejanzas o diferencias morfológicas, mediremos el flujo genético existente entre los individuos, poblaciones o razas y otras posibles especies; para las poblaciones también dicho flujo, en forma de intercambio de individuos que migran entre una y otra; para las comunidades analizaremos los flujos de materia y energía a través de las relaciones tróficas; en las agrupaciones humanas lo mediremos en términos de interacciones sociales, intercambios culturales y de información, transacciones económicas y comerciales. La cuestión es, tanto al estudiar un ecosistema o un proceso ambiental como a la hora de afrontar una problemática social, ¿cuál es el límite más relevante o más adecuado para abordar el problema planteado?