Columnas

null A hombros de gigantes

Esta manida expresión forma parte de la cita “Si he llegado a ver más lejos, fue encaramándome a hombros de gigantes”, contenida en una carta de Isaac Newton a Robert Hooke en 1676 y volvió a tomar protagonismo tras las obras The Illustrated, on the shoulders of giants, 2004, de Stephen Hawking y The Scientists, an epic of discovery, 2012, editado por Andrew Robinson. Tal es así, que el aforismo ha sido profusamente empleado en títulos de programas de radio, artículos, libros y conferencias.

Sin embargo, tal máxima tiene una larga historia cuya evolución fue profusamente estudiada por el eminente sociólogo de la Ciencia Robert K. Merton en su obra de 1965 On the shoulders of giants. En cuanto al origen de la famosa cita, el teólogo del siglo XII, John de Salisbury, en su tratado de lógica Metalogicon, se la atribuye al filósofo Bernard de Chartres, lo cual es refrendado por Robert Burton, en su obra La anatomía de la melancolía de 1624, al referirse a «los pigmeos colocados en los hombros de gigantes ven más que los gigantes mismos».

Dicho eso, internet nos descubre un dibujo de la mitología griega representando al gigante ciego Orión portando sobre sus hombros a su siervo Cedalión, quien cede sus ojos al gigante y la misma versión, de Cedalión en los hombros de Orión, en el óleo sobre lienzo de 1658 Blind Orion Searching for the Rising Sun, del francés Nicolas Poussin, que se encuentra en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

Todo investigador sabe quiénes son sus gigantes, los que dan los grandes impulsos a la Ciencia, a quienes hay que seguir, a quienes hay que intentar encaramarse, pero son los gigantes intermedios mis preferidos, esos colosos más cercanos que allanan los senderos y cuyos hombros son más accesibles. Es evidente que los gigantes de Newton eran Copérnico, Kepler y Galileo.

Albert Einstein, otro gigante, fue declarado el científico más influyente del pasado siglo. En los dos siglos que transcurrieron entre Newton (1643-1727) y Einstein (1879-1955) encontramos enormes colosos, entre otros, Faraday (1791-1867) y Maxwell (1831-1879), y entre cada dos de ellos volveríamos a encontrar nuevos titanes de la Ciencia, donde en cada paso quizás vayamos perdiendo unos pocos centímetros de “estatura”.

Sea como fuere, el progreso de la Ciencia, y del conocimiento en general, necesita de gigantes, colosos y titanes, y descendiendo al mundanal ruido, también precisa de todo aquél que, honradamente, encuentra sus propios goliats en los que auparse. En realidad, la regla de oro de cualquier investigador debería ser saber elegir a los hombros de quién, cómo y cuándo encaramarse.