Columnas
En 1866 Ernst Haeckel introdujo el concepto de Ecología como la “economía de la naturaleza” o “la ciencia que estudia las interacciones entre los seres vivos y sus condiciones abióticas”. Esto es: se ocupa de todo lo que ocurre donde haya un ser vivo. Por eso, Mayr, la considera la disciplina más heterogénea y que más abarca.
Las definiciones de Margalef, como “biofísica de los ecosistemas”, o González Bernáldez, como “ciencia de los ecosistemas”, además del atractivo de ser sintéticas, determinan el entorno de la ciencia en el que los ecólogos buscamos nuestro sitio.
La Ecología más que un compartimento definible de la ciencia, es una forma holística de abordar los aspectos de la naturaleza en los que aparezcan implicados los seres vivos, incluido el Hombre.
En la Universidad, en una generación, de no existir como materia, ha pasado a aparecer en asignaturas de numerosas áreas y sus planteamientos han dado lugar a titulaciones como Ciencias Ambientales o Ingeniería Ambiental.
Pero, además, la Ecología ha conquistado la calle y muchos de sus enunciados son de uso común, sus argumentos se han convertido en arma política y bajo su bandera se venden productos o se boicotean marcas o gobiernos. Esta popularidad ha hecho que haya sido asumida por colectivos profesionales ajenos a ella, sin que ello implique que dominan, o al menos conocen, sus fundamentos. Los ecólogos hemos pasado de no atrevernos a asignarnos tal denominación por el profundo respeto que nos infundía su complejidad, a ver cómo otros se la adscribían con descaro y se nos “confundía”, bajo la denominación de ecologistas, con otras manifestaciones sociales, realmente necesarias, pero no sinónimas. Al mismo tiempo, hemos visto cómo tal popularidad, o tal vez por ella, no se traducía en financiación de la investigación, debiendo competir con consultoras y asociaciones.
En los que nos dedicamos a la Ecología por vocación se entremezclan ilusión y desesperanza. Como confiesa Jaume Terradas, la ilusión proviene del estímulo intelectual que supone el conocimiento de un mundo complejo y apasionante; la desesperanza, procede de la carga emotiva que nos indujo a dedicarnos a la biología (muchas veces ligada a un ecosistema muy concreto) y de la frustración que produce el desfase entre la velocidad a la que se deteriora nuestro entorno y la capacidad de investigar para encontrar soluciones; para terminar descubriendo que esas soluciones no son de índole científico, sino socioeconómico y político, un mundo de intereses ajenos y en el que nunca imaginamos que tendríamos que entrar.