Columnas
Durante tres mil años la Alquimia fue un código de prácticas pre-científicas muy variadas que generaron importantes movimientos esotéricos y establecieron principios cuya evolución constituyó la base de algunas ciencias modernas. Varias etapas de la química, la física, la medicina o la astronomía, entre otras áreas, incluyeron prácticas alquimistas. Sus objetivos más destacados fueron la trasmutación de los metales en oro y la búsqueda de la piedra filosofal para una larga vida, junto al desarrollo de elaboradas creencias metafísicas y filosóficas. Personajes históricos de la antigüedad como Alberto Magno, Tomás de Aquino, Roger Bacon, Paracelso, y muchos otros, cultivaron diversos aspectos de la Alquimia.
Estas prácticas comienzan con los escritos de Hermes Trismegisto, personaje mítico relacionado con estudios de deidades egipcias y griegas, quien creó la Tabla Esmeralda (traducida al inglés por el mismo Isaac Newton) y el Corpus Hermético (compendio de revelaciones trascendentales). Otros sitúan su origen en las ideas del atomista Demócrito (siglo V a.C.). En cualquier caso, el despertar de las ciencias modernas tras el Renacimiento negó las bases del arte hermenéutico y favoreció la desaparición práctica de la experimentación alquímica. Sin embargo, resulta irónico que, con los atomistas del siglo XX, la Alquimia logró un éxito inesperado en una de sus más importantes metas: la posibilidad de la transmutación de la materia.
En 1919 Ernest Rutherford, premio Nobel de Química, golpeó átomos de nitrógeno (número atómico 7) con protones procedentes de partículas alfa que al ser absorbidos por los núcleos de nitrógeno se transformaron en oxígeno (número atómico 8). Así, se produjo la primera transmutación artificial de la historia, convirtiendo a Rutherford en el primer «alquimista» que consiguió su objetivo. Por otro lado, sustituyendo el típico horno alquímico o atanor por aceleradores de partículas, los físicos consiguieron años después la transmutación de otros elementos mediante la fusión de núcleos atómicos y una enorme cantidad de energía. Por ejemplo, en el interior de aceleradores lineales, se aceleraron núcleos atómicos de estaño (número atómico 50) hasta alcanzar una velocidad cercana al 10% de la luz. Cuando se superaron las fuerzas repulsivas de otros núcleos atómicos, como los del cobre (número atómico 29), se posibilitó la fusión resultando la obtención de un núcleo atómico con 79 protones, es decir, el núcleo del oro. Aunque la transformación de la materia mediante reacciones nucleares naturales o inducidas da lugar en ocasiones a isótopos muy inestables, mediante estas técnicas se alcanzó de modo evidente el ancestral sueño de los alquimistas.