Columnas
Suelen atribuirse a personajes famosos frases que encierran sabiduría o expresan de forma certera algún pensamiento. Son innumerables estas citas, puestas en boca de políticos, pensadores, artistas y, desde luego, muchos científicos. Entre las diversas frases atribuidas a Albert Einstein (Premio Nobel de Física en 1921) hay una bien conocida: “solo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y no estoy muy seguro de la primera”. Expresa bien el científico, si es que la atribución es cierta, la irracionalidad con la que el ser humano se empeña a veces en hacer cosas que la ciencia o simplemente el sentido común le dicen que no debe hacer. Sin necesidad de comentar la situación actual en la que algunos se empecinan en ignorar las reglas más elementales para protegernos del coronavirus, hay muchos ejemplos que así lo demuestran.
Marie y Pierre Curie descubrieron el elemento químico radio en 1898 y Marie recibió por ello el Premio Nobel de Química en 1911. Las propiedades de este nuevo elemento llamaron inmediatamente la atención no sólo de los científicos sino del gran público, interés que se acrecentó cuando pronto se supo que el tratamiento con la radiación que este elemento emitía representaba una herramienta eficaz para combatir algunos tipos de cáncer. Y entonces empezó la locura, pues la inconsciencia o estupidez llevó a una especie de silogismo de dañinas consecuencias: si el elemento puede combatir el cáncer, tiene que ser beneficioso y debemos usarlo en todo lo que podamos. Dicho y hecho. El mercado se llenó de una amplia variedad de productos con radio incorporado. Algunos ejemplos, además del bien conocido caso de las pinturas radioactivas: alimentos radioactivos (pan, barritas de chocolate…), cosméticos y productos de higiene (polvos faciales, lápiz de labios, jabón, pasta de dientes…) agua tonificante (y mortífera en las dosis usadas) o medicamentos, incluidos supositorios que aumentaban el vigor sexual. A esta lista no exhaustiva pueden añadirse otros productos o usos aún más sorprendentes como lencería o preservativos con radio incorporado, o su empleo en piensos para gallinas con la pretensión de que los huevos autoincubaran. Estos productos no fueron flor de un día, sino que permanecieron en el mercado durante tiempo. Un auténtico despropósito que da valor a la aseveración del famoso científico. Con independencia de que este Premio Nobel sea o no el autor de la frase (atribución por cierto bastante dudosa), podríamos decir que Einstein, como en casi todo, tenía razón.