Columnas
En los últimos meses nos hemos visto desbordados por una enfermedad que tiene un alto nivel de contagio y que se manifestó por un síndrome respiratorio agudo grave, expresión de una inusitada reacción inflamatoria causada por el coronavirus 2 (SARS-CoV2). La Organización Mundial de la Salud denominó este cuadro con el acrónimo COVID-19 (COronaVIrusDisease, año 2019). La irrupción abrupta de esa infección y su progresión implacable nos obligó a enfrentarnos de improviso a una nueva enfermedad que desconocíamos y de la que comprobamos rápidamente su alta morbi-mortalidad. Ya en las primeras descripciones de la enfermedad observada en la ciudad de Wuhan (China), se verificó una serie de modificaciones del sistema hemostático que daban lugar a un estado de hipercoagulabilidad, con aparición de eventos trombóticos. Por ello, los protocolos de tratamiento de los pacientes ingresados por la COVID-19 han incluido la prevención de la trombosis con la indicación de heparinas. Uno de los problemas al que nos hemos tenido que enfrentar era saber la incidencia real de la oclusión vascular en esta enfermedad, pues esos datos han sido difíciles de conseguir en un periodo donde era complicado realizar pruebas objetivas diagnósticas de trombosis, como el eco-doppler o el angio-TAC, pues algunos pacientes estaban en situación crítica y tienen una alta capacidad de contagio, lo que limitaba el desplazamiento hospitalario. En el centro universitario de Amsterdam investigaron la incidencia de casos de trombosis objetivamente confirmados en 198 pacientes que requirieron ingreso hospitalario por la COVID-19. En el 20% de los enfermos se comprobó la existencia de trombosis en distintas localizaciones. Curiosamente la tercera parte de esas trombosis fueron asintomáticas y se diagnosticaron por las pruebas de imagen realizadas.
El motivo de la alta incidencia de trombosis en enfermos con la COVID-19 es producto de una auténtica tormenta inflamatoria originada por el virus, siendo el producto final de la interacción de tres sistemas de defensa del organismo, el de coagulación, inflamación e inmunidad innata. Estas interacciones, que fueron denominadas, no hace mucho tiempo, como “inmuntrombosis” o “tromboinflamación”, están siendo estudiadas con mucho detenimiento, pues sin duda frenar el inicio de la tormenta es la mejor medida para prevenir todas las complicaciones, y entre ellas la trombosis. No quisiera finalizar estas letras sin hacer referencia a las preguntas que pueden hacerse muchas personas, ¿si he sufrido la infección y afortunadamente no he tenido que ingresar, tengo riesgo de trombosis? Es una pregunta de plena actualidad y donde la respuesta no está totalmente definida. Hay acuerdo razonable que indica que en los pacientes que no han requerido ingreso hospitalario se debe realizar una valoración individualizada antes de indicar una profilaxis de enfermedad tromboembólica, pues no hay que olvidar que la anticoagulación también tiene sus riesgos.