Artículos Académicos
Hwang Woo-suk era una celebridad en su país, Corea, y en todo el mundo, hasta que se descubrió que había falseado sus experimentos con células madre. Jan Hendrik Schon era un joven científico alemán en los laboratorios Bell de EEUU donde había publicando decenas de artículos sobre la electrónica de semiconductores. Con varios premios en su haber y una reputación de estrella, su carrera terminó al descubrirse que sus trabajos contenían resultados inventados y manipulados. Hwang y Shon serán siempre conocidos como dos de los científicos más mentirosos de la historia reciente. En ambos casos eran inteligentes, extremadamente trabajadores y ya habían conseguido una reputación internacional. Por ello es difícil comprender qué les pudo llevar a esa espiral de mentiras, y aun más, cómo aumentó su fama durante años sin que nadie a su alrededor notara o hiciera nada. En la ciencia, las mentiras siempre tienen fecha de caducidad. Alguien intentará reproducir lo que se ha hecho anteriormente y se encontrarán los errores y las trampas. Por supuesto, es posible que haya muchos resultados de muy poca o ninguna trascendencia que sean erróneos y nunca se descubran. Pero no será el caso de los que si pretenden ser relevantes. Supongo que cuando alguien decide atracar un banco, por ejemplo, valora las probabilidades que tiene de ser detenido o no. Y ciertamente, al menos en el cine, en algunos casos el ladrón consigue disfrutar de su botín sin ser nunca descubierto. Pero en la ciencia, el delincuente siempre será capturado. Por ello, a largo plazo, relevancia científica y mentiras son incompatibles. Estos casos ponen de manifiesto varios problemas muy serios en la ciencia actual. Por un lado, la presión excesiva sobre los científicos para obtener resultados debe tener un límite, y por otro, está claro que los mecanismos de control son muy inseguros. Las mejores revistas científicas del mundo aceptaron como buenos los trabajos de Hwang y Shon, y muchos colegas durante años les jalearon y aplaudieron. Pero quizás más grave que estos casos famosos sea la noticia reciente de que un porcentaje nada desdeñable de científicos reconoce haber hecho trampas alguna vez. Probablemente en muchos casos, pequeñas cosas. Pero la linde entre lo que es poco o muy importante puede ser muy tenue. Cometer errores es lo normal, a todos nos pasa y la ciencia se construye a base de fallos y caminos cortados. Pero trapichear o mentir con los resultados es, además de una grave falta ética, un suicidio científico.