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null Al César lo que es del César

Cuando se llega al pie de la torre Eiffel y se levanta la vista pueden leerse en el friso que rodea el primer piso los nombres de 72 destacadas personalidades francesas, la mayoría científicos. Si uno se pasea por los parques de Londres, Manchester y otras grandes ciudades británicas puede encontrar, al igual que en muchas poblaciones alemanas, un buen número de monumentos de toda índole en los que se recuerda a sus científicos y técnicos más destacados. En España el número de tales reconocimientos es mucho menor. También puede constatarse en muchos textos que los méritos aportados por españoles son relegados en beneficio de otros. Incluso el descubrimiento del volframio por los hermanos Elhúyar (1783) tan solo fue aceptado casi a regañadientes por los colectivos de científicos extranjeros. ¿Cómo es posible que el reconocimiento de nuestra sociedad hacia sus científicos y técnicos más relevantes sea inferior al que exhiben otros países? Hay figuras muy destacadas en estos ámbitos que son prácticamente desconocidas para nuestros compatriotas. Sin ir más lejos, nótese el caso del médico sevillano Nicolás Monardes (1508-1588), pionero en muchas observaciones, que dejó las primeras constancias escritas sobre los fenómenos de fluorescencia y triboluminiscencia, un mérito que la práctica totalidad de los textos atribuye a científicos anglosajones. El caso de Jerónimo de Ayanz (1553-1613) es aún más claro y doloroso para los murcianos, ya que este destacado personaje estuvo muy ligado a Murcia y sus restos descansan en la catedral de esta ciudad. Tan solo en tiempos recientes el Académico Alberto Requena se ha esforzado en sacar a Ayanz de un olvido imperdonable. Una persona que describió con más de un siglo de antelación ingenios y sistemas como la máquina de vapor, equipos de buceo autónomos o un primitivo submarino, merece mucho mayor reconocimiento. Si este personaje hubiese nacido fuera de nuestras fronteras, a buen seguro dispondría en su ciudad de algún tipo de distinción y, por supuesto, tendría posición destacada en los textos sobre Historia de la Ciencia y de la Tecnología.

Nuestros científicos merecen un mejor reconocimiento. Si fuese mayor el número de distinciones en forma de placas y estatuas en lugares destacados, además de hacer justicia a sus méritos, nuestros jóvenes tendrían un estímulo para su propia formación. Reconozcamos estos méritos, al igual que hacen otros con sus compatriotas. Al César lo que es del César, o a cada uno lo suyo.